Reglas para distribuir limosnas

Publicado por congregacion

Nota: Las reglas están pensadas para el limosnero, hombre que maneja dinero o autoridad en su oficio, y que en él se tiene que reflejar la justicia y la misericordia de Dios con los necesitados. Pero en realidad se podría decir de cualquier hombre en lo que se refiere a: la principal ocupación de su vida, a las relaciones humanas, matrimoniales y de amistad, al estilo de vida, etc. Sabemos que san Ignacio las escribió en París, después de haber dados EE a varios “eclesiásticos beneficiarios”, es decir, esos que vivían de las rentas que recibían por oficio, pero que, como bien dice el mismo san Ignacio [344] se pueden aplicar a cualquier estado o vocación, guardando siempre la debida proporción.

San Ignacio, estas reglas “para distribuir limosnas” las pone como ejemplo concreto para poner en práctica la reforma de vida que brota de los EE [189], y la aplica a la relación del hombre con los bienes temporales, debiéndole mover un sincero amor a los pobres, que es desde donde se pone de manifiesto la misericordia de Dios.

Toda la Tradición espiritual anterior a san Ignacio es unánime: mediante la limosna, el hombre reproduce la imagen de la compasión de Dios. La misma palabra «eleemossine» (limosna) proviene de «eleos» (=misericordia) y es la característica normal de Dios con el hombre.

Las reglas consideran un ‘ministerio’ (=servir desde la humildad) distribuir limosnas, considerándolo una vocación y llamada de Dios [343]. Ahora el ejercitante se mueve por el amor y afección a las personas, en el campo de los amores humanos, del dinero y la distribución de limosna.

Las reglas presuponen que este ministerio de administración puede estar viciado por la afección desordenada que el hombre siente hacia la persona o personas a quienes desea ayudar. Esa inclinación puede desequilibrar la justicia y la proporcionalidad que debe regir el reparto de los bienes, sea cual fuere la persona/s a quienes se dispone a ayudar.

La reforma de vida se tiene que verificar, por tanto, en las afecciones a «las personas», no tanto en la «cosa material». Por ello, San Ignacio advierte que debemos crear un espacio y un tiempo de reflexión y discernimiento, una distancia afectiva y efectiva, para hacer una buena elección. Y le ruega al “limosnero” que «no dé la limosna hasta que, conforme a ellas, su desordenada afección tenga en todo quitada y lanzada» [342].

Resumen del tema:

La transformación del amor humano en caridad, según San Ignacio, implica que el amor con el que una persona realiza actos de generosidad, como la distribución de limosnas, debe nacer del amor de Dios y no de afectos o vínculos personales. El amor humano, aunque pueda tener motivos nobles como la amistad o el parentesco, está llamado a ser purificado y elevado por la caridad divina, de modo que en toda acción resplandezca Dios como su causa última. Esta transformación exige una profunda objetividad: actuar como si se tratara de personas desconocidas, sin dejarse llevar por simpatías o preferencias. Incluso en decisiones prácticas, debe medirse el acto a la luz del juicio final y la muerte, considerando qué se querría haber hecho entonces.

En este proceso, la figura de Cristo se convierte en la norma suprema: su vida pobre y humilde es el modelo de referencia para ordenar los propios bienes, reducir lo superfluo y repartir con justicia. El ideal cristiano es el de un progresivo empobrecimiento por amor, como signo de libertad interior y de imitación de Cristo. Esta reforma espiritual culmina en una vida marcada por la compasión y el desapego, orientada hacia los más pobres y necesitados, en quienes se manifiesta más claramente el rostro de Dios. Así, la caridad verdadera no es sólo dar, sino hacerlo movido por el amor divino que habita y transforma el corazón humano.