San Ignacio, en la novena regla de discernimiento (EE 322), enseña que las desolaciones espirituales —momentos en que sentimos lejanía de Dios— pueden tener tres causas principales: 1) nuestra tibieza y negligencia en el trato con Dios, que provocan su retirada como un llamado a la seriedad y fidelidad; 2) una prueba que Dios permite para que se manifieste la autenticidad y desinterés de nuestro amor, mostrándonos si somos capaces de servirle sin recompensas sensibles; y 3) un modo en que Dios nos enseña que todo bien espiritual —devoción, amor, lágrimas— no depende de nuestras fuerzas, sino que es puro don y gracia suya. Así, Dios purifica nuestro amor y deshace la falsa creencia de que podemos conquistar la santidad por esfuerzo propio.
Esta experiencia de desolación lleva al ser humano a reconocer su pobreza, su fragilidad y su total dependencia de Dios. Nos obliga a dejar de apoyarnos en nuestro “yo” y nuestras obras, y a vivir desde una gratuidad radical. La verdadera santidad, según San Ignacio, no consiste en la perfección voluntarista ni en sentirse siempre consolado, sino en vivir la amistad con Dios desde la humildad, la entrega y la confianza total en su amor gratuito. Solo en la unión entre nuestra nada y la bondad infinita de Dios se realiza la auténtica gloria de Dios y la verdadera perfección humana.